Érase una vez «una sociedad con garantías»

Érase una vez una sociedad que se regía por el Estado de Derecho, un Estado en el que era el pueblo el que decidía porque en él residía la soberanía y así era porque la Norma Suprema de esa sociedad, que se llamaba Constitución, así lo decía.

Esa sociedad se organizaba a través de tres poderes, independientes entre sí:

– El Ejecutivo, es decir, el Gobierno elegido por los ciudadanos.
– El Legislativo, que integraba el Parlamento, formado por dos Cámaras: Congreso y Senado.
– El Judicial, destinado a juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.

Ese Estado necesitaba unas reglas para poder funcionar y estar organizado, eliminando la posibilidad de que las personas que vivieran en el mismo se tomaran la justicia por su mano y nos encontráramos aplicando la antigua e inaceptable Ley del Talión (ojo por ojo, diente por diente).

Para aprobar las leyes estaba el Parlamento, en el cual estaban representados todos los ciudadanos, que tras elaborar las mismas y debatirlas según un sistema democrático, se aprobaban y se publicaban para el conocimiento de todos en un Boletín, denominado Boletín Oficial del Estado (BOE).

Una vez publicadas se entendía que todas las personas que estuvieran en ese Estado tenían conocimiento de las mismas.

De esa forma todos estaban sujetos al cumplimiento de cada una de las leyes pues así se establecía en una de ellas al decir: “la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento” (artículo 6.1 del Código Civil).

¿Cómo resolver un conflicto social?

En esa sociedad había un sistema penal, el cual era el último recurso al que había que acudir para resolver un conflicto social.

Ahora bien, cuando se ponía en marcha la maquinaria penal, la misma se basaba en una serie de garantías que se extendían a todas las personas.

El funcionamiento básico del mismo era el siguiente:

Un juez o tribunal iniciaba una investigación para saber si un determinado hecho podía ser entendido como delito, tras un periodo en el que se recababan todos los detalles, se solicitaba del Ministerio Fiscal y de las posibles acusaciones que dieran su opinión y pidieran que continuara y se juzgara el hecho porque consideraban que sí se había cometido un delito por una persona o dijeran que no entendían que fuera delito, en cuyo caso se archivaba la causa por el Juez investigador.

A partir de ahí, si se consideraba que los hechos sí se podían calificar como delito se remitía todo a otro juez o tribunal, para que, en un juicio, en el que veía todas las pruebas, dictara sentencia y, en ella, condenara o absolviera a la persona o personas que presuntamente habían cometido ese hecho.

Existía un principio fundamental para quien resultaba investigado que era el de presunción de inocencia, nadie debía ser considerado culpable de un delito hasta tanto no hubiera una sentencia que lo condenara por el mismo.

Además, para poder condenar a una persona se tenían que acreditar los hechos que se alegaban, no bastaba con una mera declaración, eran necesarias pruebas que llevaran a la convicción del Juez de que quien estaba investigado y se le atribuía la comisión de un hecho, que se entendía era delito, era el responsable del mismo.

Los jueces tras la celebración de un juicio con todas las garantías legales dictaban sentencia, en la que tenían que ser congruentes con lo que se les pedía y basarla en las pruebas que se les habían presentado, pues si no lo hacían así y dictaban una sentencia manifiestamente injusta, los propios jueces estarían cometiendo un delito.

Ello no quería decir que no pudieran equivocarse en la decisión que tomaban y para poder corregir los posibles errores existía un sistema de recursos, como era el de Apelación, el de Casación, el de Revisión, entre otros.

Sin embargo, en esa sociedad a veces se hacían juicios paralelos que dependían de la moral o ética de las personas que sin conocer los hechos, sin conocer el sistema legal, opinaban y llegaban a conclusiones que nada tenían que ver con la realidad y generaban confusión sobre lo ocurrido y esto provocaba que otras personas tuvieran una imagen distorsionada de lo acontecido.

En esa sociedad democrática, en la que otro de sus derechos fundamentales era el de la libertad de expresión era necesaria la responsabilidad de todos sus ciudadanos al ejercitar la misma.

Podemos preguntarnos: ¿Es esa nuestra sociedad?

Esa sociedad es la nuestra, en la que vivimos, en la que nos movemos, en la que trabajamos y de la que somos parte.

Me gustaría saber vuestra opinión:

¿Pensáis que una sociedad en la que existe un sistema de garantías como el que os he explicado merece que, con desconocimiento de la ley y sin la responsabilidad de hacer un estudio pormenorizado de la situación, haya personas que distorsionen la realidad y lleven a otras a la creencia de que todo el sistema es injusto?

¿Os habéis parado a pensar que todo lo que ocurre en una sociedad tiene una regulación legal?

¿Sabéis que todos los derechos y obligaciones que tenemos como ciudadanos están regulados?

¿Os habéis parado a pensar que los políticos están donde están porque los ciudadanos votamos?

¿Sabéis que el Gobierno es quien administra por orden de los ciudadanos, que está al servicio de estos y no los ciudadanos al suyo?

23 comentarios en “Érase una vez «una sociedad con garantías»”

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